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El conflicto armado en Colombia: la perspectiva de las víctimas

El conflicto armado en Colombia: la perspectiva de las víctimas
viernes 11 de abril, 2025

El conflicto armado en Colombia: la perspectiva de las víctimasPor: Rosa María Agudelo – Directora Diario Occidente

El conflicto armado en Colombia ha dejado una marca imborrable en Colombia.

Entre 1985 y 2018, más de 450.000 personas perdieron la vida, el 80% de ellas civiles.

A esto se suman 124.000 desaparecidos, 50.000 secuestrados y más de 8,5 millones de desplazados. Pero detrás de estas cifras hay rostros, historias de dolor y resistencia.

¿Cómo viven las víctimas del conflicto armado en Colombia?

Recuerdo la primera vez que entré a una zona de conflicto. Fue en los años 90, cuando las tomas guerrilleras eran noticia frecuente.

Llegué al municipio de Caloto, en el Cauca, al día siguiente de un enfrentamiento entre el Ejército y las FARC.

En medio de las casas destruidas, encontré a una mujer sentada sobre los escombros de su hogar.

Me miró y dijo:Los unos vienen y nos matan, los otros regresan y nos acusan de ayudarlos. ¿A quién le reclamamos?“. Esa frase resume la tragedia de los colombianos atrapados en una guerra que no eligieron.

Desplazamiento forzado: la cicatriz de una guerra que no termina

El desplazamiento forzado es una de las heridas más profundas de esta guerra. Según la Unidad para las Víctimas, Colombia registra 8,5 millones de desplazados, de las cuales 5 millones siguen en esa condición.

En 2023, se reportaron 154 desplazamientos masivos, afectando a 54.665 personas. En enero de 2025, más de 50.000 personas fueron desplazadas en el Catatumbo en lo que se considera el desplazamiento masivo más grande en la historia del conflicto armado.

Una vez visité un albergue improvisado en Buenaventura. “Me fui sin volver la vista atrás“, me dijo una de las víctimas. “Si miraba, me iba a quedar y me mataban“.

Los desaparecidos: una ausencia que nunca se llena

El drama de los desaparecidos es otro de los rostros más crueles del conflicto.

Según la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD), hasta diciembre de 2024 se registran 124.734 personas desaparecidas. Cada número es un padre, una madre, un hijo que nunca tuvo respuestas.

En el Noticiero del Pacífico y el Diario Occidente contamos muchas historias con familiares de los desaparecidos. Recuerdo a un padre que buscaba a su hijo desde hacía ocho años.

Su última pista indicaba que su cuerpo fue lanzado al río Cauca tras la masacre de Trujillo. Era un hombre fuerte, pero lloró al contar su historia. “No descansaré hasta saber la verdad“, nos dijo.

Y como él, conocimos a madres, esposas e hijos que dedicaron su vida a la búsqueda de un ser querido que un día salió de casa y nunca regresó.

Las entrevistas con estas familias nos marcaron para siempre. Su dolor, su insistencia en la verdad, su negativa a olvidar, nos enseñaron que la ausencia es una herida que nunca cierra.

Secuestro: una cicatriz imborrable en Colombia

En el Noticiero del Pacífico, cubrimos de cerca los secuestros masivos en el país. Una vez recibimos pruebas de supervivencia de los secuestrados de La María, y lo que vivimos en nuestra sala de visionado aún me conmueve.

Las familias se reunían en torno a un viejo monitor de televisión, aferradas a la esperanza de ver a sus seres queridos con vida.

El alivio inicial de comprobar que respiraban se desvanecía rápidamente, dando paso a la angustia por no saber cuándo ni cómo serían liberados.

Los rostros de madres, esposas e hijos reflejaban una mezcla de esperanza y sufrimiento. “Sigue vivo“, decían en voz baja, como si temieran que la ilusión se desvaneciera.

Pero la incertidumbre los destruía. La impotencia de no hacer nada era desgarradora. La rabia contenida se mezclaba con el miedo de nunca volver a verlos.

Pero esta escena no fue un caso aislado. Durante años, miles de familias en Colombia han vivido la misma incertidumbre.

Las historias de liberaciones siempre han sido importantes. Las entrevistas con los sobrevivientes nos revelan el horror del cautiverio.

Para muchos, el secuestro no terminó con su liberación. Las cicatrices invisibles quedaron para siempre.

Falsos positivos: cuando la guerra se disfrazó de victoria

Todas las víctimas me duelen. Sin embargo, las de los falsos positivos tienen para mí un significado especial.

Los falsos positivos fueron ejecuciones extrajudiciales cometidas por miembros del Ejército, principalmente entre 2002 y 2008.

Soldados asesinaron a miles de civiles inocentes, presentándolos como guerrilleros muertos en combate para inflar resultados en la lucha contra los grupos armados.

El periodismo es testigo de la historia, pero a veces no entiende lo que tiene frente a sus ojos. En el Noticiero del Pacífico, fuimos testigos de un crimen que, en ese momento, no sabíamos nombrar.

Un falso positivo, cuando ni siquiera imaginábamos que esa práctica existía.

El Ejército era un símbolo de heroísmo. Confiábamos en sus versiones. Hasta que un día, la realidad nos mostró otra cara.

Un supuesto combate en las montañas de Pance. Desde una chiva, un grupo de guerrilleros había emboscando a los soldados en una posición imposible.

Casquillos de bala en un solo lado del enfrentamiento. Cuerpos con botas al revés, camisas limpias a pesar de heridas mortales.

Las familias de los “guerrilleros” contaron otra historia. Sus hijos, esposos y hermanos no eran combatientes.

Eran campesinos que iban al mercado. No volvieron a casa porque el Ejército los presentó como bajas en combate.

Años después, cuando estalló el escándalo de los falsos positivos, entendimos lo que habíamos visto. Ese día en Pance no hubo un enfrentamiento.

Hubo un asesinato disfrazado de victoria militar. La verdad estuvo siempre ahí. Solo que no la supimos leer a tiempo.

Según la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), al menos 6.402 personas fueron víctimas de este crimen de Estado.

Muchas eran jóvenes desempleados o campesinos engañados con falsas ofertas de trabajo y luego asesinados. Los responsables alteraban la escena del crimen para hacerlos pasar por combatientes caídos.

Estos crímenes ocurrieron en el marco de la política de seguridad democrática del gobierno de Álvaro Uribe, que premiaba con ascensos y bonificaciones a los militares con más bajas en combate.

Aunque varios altos mandos del Ejército han sido investigados, pocos han sido condenados.

El escándalo de los falsos positivos dejó una profunda herida en la sociedad colombiana. Las madres de las víctimas, en su lucha por la verdad, se convirtieron en símbolo de resistencia.

Los confinados, víctimas invisibles

El confinamiento forzado es una de las formas de violencia más recientes y menos visibilizadas en el conflicto armado colombiano.

Se refiere a la restricción de la movilidad de comunidades enteras por parte de grupos armados ilegales, impidiendo que sus habitantes salgan de sus territorios, accedan a servicios básicos o ejerzan sus derechos fundamentales.

La Defensoría del Pueblo ha advertido sobre su aumento, pero la respuesta del Estado ha sido insuficiente.

En regiones como el Chocó y el Catatumbo, comunidades enteras no pueden salir de sus casas sin arriesgar la vida, pero tampoco pueden sobrevivir sin moverse.

El confinamiento es un crimen de guerra y una violación grave a los derechos humanos. Sin embargo, su reconocimiento legal en Colombia es ambiguo.

La Ley de Víctimas contempla a los afectados pero, a diferencia de los desplazados, los confinados no tienen la misma visibilidad ni acceso a ayudas humanitarias. Son víctimas atrapadas en la sombra.

El país debe dejar de normalizar esta forma de violencia. No podemos permitir que miles de personas queden encerradas por el miedo y la indiferencia.

Recuperar el control territorial es la única manera de acabar con el confinamiento, una práctica que, apelando a la narrativa del gobierno Petro, afecta a la “Colombia Profunda“.

Justicia restaurativa: una paz incompleta

Colombia ha intentado enfrentar el conflicto armado con procesos de justicia restaurativa.

Primero con los paramilitares y luego con las FARC. Ambos casos muestran aciertos, errores y desafíos pendientes.

El proceso con los paramilitares, basado en la Ley de Justicia y Paz de 2005, buscó su desmovilización con penas reducidas a cambio de confesión.

Sin embargo, la verdad quedó incompleta y la impunidad prevaleció en muchos casos. La reparación a las víctimas también fue insuficiente.

El Acuerdo de Paz con las FARC en 2016 incluyó la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), que ofreció penas alternativas si los responsables reconocían sus crímenes.

Para muchas víctimas significó un respiro, la posibilidad de empezar de nuevo. Pero para otras, fue una traición.

¿Y nuestra justicia?“, me preguntó un hombre que perdió a su familia en una masacre. “¿Cómo es posible que los asesinos estén en el Congreso y yo siga buscando las tumbas de mis hijos?”.

Este modelo dio más protagonismo a las víctimas y generó una estructura más sólida para la verdad y la reparación.

Sin embargo, la implementación ha sido lenta y las sanciones han sido percibidas como débiles, alimentando críticas sobre impunidad.

Ambos procesos han tenido un problema común: la reincidencia. Tanto en el caso de los paramilitares como en el de las FARC, muchos desmovilizados volvieron a la violencia, creando nuevas estructuras armadas.

En ese sentido, no se ha cumplido el mandato de no repetición, un aspecto fundamental de este tipo de modelos.

Un conflicto que no cesa, cada día más víctimas

Hoy, el conflicto no ha desaparecido; solo ha cambiado de rostro. Las víctimas del pasado luchan por ser reparadas. Las del presente sufren en soledad.

Y si no hacemos nada, las del futuro ya están condenadas al olvido.

Desde la sala de redacción: 35 años de periodismo

Este proyecto es una mirada al pasado, al presente y al futuro de Colombia a través de la experiencia periodística.

A través de estas crónicas, busco no solo recordar, sino entender las lecciones que el tiempo nos ha dejado.

Porque el periodismo no es solo contar la historia, sino cuestionarla y, en ocasiones, desafiarla.

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